Jojutla de pie

Jojutla, septiembre 2019

Vivo en Jojutla desde 2014. Cómo llegué a vivir acá es una historia para otra ocasión. Digamos tan solo, que mi residencia aquí fue, en primera instancia, obligada. No estaba en mis planes y significó un gran cambio en mi vida. Uno que no busqué y que me costó mucho aceptar. El calor, el polvo, el ruido, eran mis quejas constantes, a diario. Me sentía una «forastera en tierra extraña», parafraseando a Robert A. Heinlein. Y luego, el 19 de septiembre de 2017, la tierra tembló.

Estábamos en Cuernavaca. A la 1:14 de la tarde, el suelo bajo nuestros pies se sacudió. Tardamos varias horas en regresar. Los noticieros radiofónicos pintaban un panorama terrible, pero nada nos había preparado para lo que encontramos: una ciudad caída, derrumbes a cada esquina, escombro por doquier, las sirenas de los bomberos ululando a lo lejos, el olor a gas y a polvo añejo inundándolo todo. Y la gente. Las miradas de estupor e incredulidad. Miradas oscuras que reflejaban un infinito dolor. Ese dolor que se instala en el pecho, en los hombros, en los sentidos.

Camioneta aplastada por los escombros

Caminé esas calles, tomada de la mano de Lobo. Caminé junto a él por las calles de su infancia, rodeada de gente desconocida, que, como yo, tampoco acababa de entender lo que nos había ocurrido. Éramos zombies en una película de terror postapocalíptico. Pensé en esas imágenes de los bombardeos en Dresde, en Londres, en Sarajevo. Jojutla parecía una zona de guerra. Casas y negocios reducidos a escombro y fierros retorcidos.

Devastación

Pero el aturdimiento duró poco, pues dio paso a la empatía, a la solidaridad. Todos éramos hermanos ante la tragedia. Y como tal nos comportamos. Si algo recuerdo vívidamente entre la sensación de desamparo que nos dejó el terremoto y el miedo de las réplicas, es precisamente a los jojutlenses abocados a la ayuda. Recuerdo a esos voluntarios, vecinos, amigos, familiares, desconocidos, caminando, canastas y bolsas en mano, repartiendo tortas y botellas de agua. Recuerdo a la gente abarrotada en la cabeza de Juárez haciendo acopio de víveres y ropa. Recuerdo a jóvenes y adultos, mujeres y hombres, cargando palas, picos y carretillas para remover escombros. Todo esto antes de que llegaran los contingentes oficiales, las ONGs nacionales y extranjeras, la ayuda de estados vecinos.

Piedras, ladrillos y fierros retorcidos

Jojutla se cayó el 19 de septiembre pero su gente, cada uno de nosotros, la empezamos a levantar ese mismo día. Nos sacudimos la estupefacción. Y el dolor por nuestros muertos, por el desamparo de los que perdieron su patrimonio, nos hizo fuertes. Nos hizo invencibles. Jojutla se cayó pero está de pie. Recuerdo leer esas tres palabras en cartulinas pegadas en las ventanas de las casas que sobrevivieron el terremoto, en los centros de acopio, escritas rudimentariamente en camisetas de voluntarios: Jojutla de pie.

La gente se volcó a las calles para ayudar

Esos primeros días de actividad frenética, esa hermandad solidaria, me reconcilió con la ciudad. La mirada dolida pero férrea, decidida a no dejarse vencer, de la gente a mi alrededor, la determinación de apoyo, de ayuda desinteresada, de genuina preocupación por los más afectados, el júbilo —lo sé, suena paradójico— de saber que no estábamos solos, que a pesar de la tragedia y el caos, nos sosteníamos los unos a los otros, me dio un sentido de pertenencia, con las historias compartidas, esas que brotaban como necesidad catártica, como torrente imparable. Ésta era mi gente y Jojutla era mi ciudad.

La Presidencia Municipal

A dos años del terremoto, Jojutla está de pie. A pesar de la rapiña, a pesar de la abulia gubernamental, a pesar del olvido de esos medios de comunicación que reprodujeron las imágenes de destrucción en sus canales de televisión e internet mientras les dio rating, a pesar de los engaños de inmobiliarias que estafaron a la gente con la reconstrucción de sus viviendas, a pesar de los aprovechados que se anotaron como damnificados para recibir ayuda que no les correspondía. Porque sí, hubo hermandad y solidaridad, pero también oportunismo, ladrones de a pie y de cuello blanco. Pero son los menos. Yo me quedo con los otros, con los más: con el vecino repartiendo tortas, con la vecina que tenía luz y ofrecía su casa para cargar los celulares que mantenían abierta la comunicación con el exterior, con los voluntarios que removieron piedra y fierros y pedazos de paredes y techos buscando sobrevivientes, con la gente que donó víveres, ropa, medicamentos, herramientas, con la que ofreció un hombro para llorar y escuchó las historias de aquellos aquejados por el dolor y la incertidumbre. Yo me quedo con esa Jojutla unida.

Jojutla después de la reconstrucción

Vivo en Jojutla desde 2014, y como les dije al principio, cómo llegué a vivir acá es una historia para otra ocasión. Pero la historia de cómo me quedé es ésta. La de la solidaridad, la empatía, la hermandad. Jojutla es mi casa y me enorgullezco de formar parte de ella.

Hoy más que nunca, Jojutla de pie.